Despertó de un sueño. Bañado en un sudor frío se escondía bajo la manta, recordando de nuevo lo que acababa de vivir en otra dimensión, aquella que Morfeo nos brinda cada noche, y cada día para algunos más perezosos. Ese típico viaje que nos hace confundir lo real de lo ficticio, lo anhelado, lo deseado y a la vez lo más temido y odiado. Siempre supo que sus sueños le brindaban la oportunidad de conocer cosas de su mente que, fuera como fuera, no podía alcanzar en esta vida racional y consciente.
Se le aparecieron fantasmas, y cuando digo fantasmas no me refiero a aquellos que se ocultan bajo sábanas blancas, ni tan siquiera a espíritus malvados ni aterradores a los que las películas de miedo nos tienen acostumbrados, sino a seres que pasaron a "mejor vida", personas que un día quiso y que ya no están en su camino, tan sólo el recuerdo y el deseo de mantenerlos vivos en su mente, en su corazón. Vio 100103 estrellas, concibió que una de esas brillaba con más fuerza, aquella que lo veía todo, de la que se sentía orgulloso y de la que jamás quiso separarse. Y entonces fue cuando le inundó el deseo de sentir el calor de aquel abrazo familiar, aquel cariño de un abuelo, aquel apoyo incondicional aunque las cosas fueran mal, porque día a día sintió que el peor fracaso fue la rendición y así se lo hizo saber. Sintió un deseo infinito de nostalgia, de pena y de rabia contenida a la vez por la crueldad de la vida al separarlo de su camino, del porqué tuvo que llevárselo cuando las personas buenas jamás deberían marcharse. Eso pensaba como motivo para odiar aquello que lo arrebató de su vida. Y pese a ello, se dio cuenta que aquello que tanto echaba en falta seguía con él, pese a que jamás lo consolara definitivamente. Al despertar, recordó ese vacío que sentía su... cuerpo... o su mente... o su corazón... o su alma... No creo que pueda llegar a entender bien de donde nacía tal vacío, lo único que sabía es que aquel sentimiento corría por cada gota de sangre de su cuerpo.
Al levantarse de la cama, después de conseguir ganarle la partida a la manta, que lo atraía y lo enredaba con gran fuerza, notó el frío del suelo, el frío de la vida. Aquel frío que le hizo volver a la razón y a la conciencia, al no saber que era del todo cierto y que del todo falso, pero supo que aquel sueño, fuera como fuera, le dejo esa cicatriz vacía. Aquel no entender el por qué de aquello. Recordó aquel amigo, aquel del que nunca se pudo despedir porque era inconcebible entender que se pudiera marchar tan pronto. Valoró la fugacidad del tiempo, el corto devenir de nuestros caminos, de las sorpresas con las que nos brindan las situaciones en el tiempo. Concluyó en que la vida es fugaz, que cada día que pasa, cada minuto que se escapa en el tiempo son oportunidades de brindarnos una vida mejor, por mucho más corta o larga que sea, porque quizás si entiende la felicidad como acto último en la vida, acto perfecto e infinito que da sentido al devenir de sus días pueda entender que aquella estrella brille más, que esté orgullosa de él y que entienda que debe luchar por sus sueños, sueños que aquella noche le sirvieron de lección.
Por eso, cogió el móvil y empezó a escribir:
"Te garantizo que habrá épocas difíciles y te garantizo que en algún momento uno de los dos, o incluso los dos querremos dejarlo todo, pero también te garantizo que si no te pido que seas mía me arrepentiré durante el resto de mi vida porque sé, en lo más profundo de mi ser, que estás hecha para mí."
Acabó de escribir y leyó de nuevo el texto, marcó 7 de los nueve dígitos que componían el teléfono de su destino... Quería tener ilusión, quería ser feliz.